jueves, 9 de diciembre de 2010

En directo y en diferido



Si te gusta escribir o leer microrrelatos, ven el miércoles 15 a Diablos azules. EL TAMAÑO SI QUE IMPORTA. Participa en los concursos de imporvissación, leer tus relatos y disfruta del Narrado Invitado. Esta semana: NICOLAS MELINI

(Y si vives fuera de Madrid y no puedes venir, envías tus minificciones a siqueimporta@gmail.com, que las leeremos en directo.)

lunes, 1 de noviembre de 2010

El sol negro, de Laura Lahera

Lo despertó su propio grito y no pudo abrir los ojos. Una araña de terminales nerviosas le abrazaba el ojo izquierdo y al tocarse la cara sus manos palparon una orografía de bolas irregulares. 
¿Cuánto tiempo llevaba en esa ola de dolor? Será una conjuntivitis, se dijo, seguramente provocada por alguna minúscula bacteria homicida. Recordó el viaje en avión del fin de semana anterior. Claro, en esos viajes uno siempre atrapa cualquier peste. Sentía el calor doloroso de indescifrables fluidos que se movían por debajo del iris de su ojo izquierdo, y no logró llorar, no tenía lágrimas. 
Escuchó la voz distante de María Luz, su hijastra, y recordó el extraño dibujo del muñeco con el sol negro que le había traído de la escuela;  “Lo hice especialmente para ti”, le había dicho. Se sintió culpable de haber pensado que no lo aceptaba en la casa, y sobre todo, de haberla retado por frecuentar al hijo de un policía de quien se decía en el barrio que guardaba un arsenal en su casa. ¡Qué bestia eres, hombre! Si sólo son niños que juegan, se dijo.
Otro relámpago de dolor le atravesó la cara. ¡No puede ser que me pase esto precisamente ahora, que salimos de vacaciones con Renata los dos solos!, pensó.  La niña se quedaría con su padre,  ya era hora de que pudieran tener un poco de intimidad.
Volvió a pensar en su ojo izquierdo, normalmente dura unos tres o cuatro días, si fuera al médico enseguida, tal vez estaría bien para el sábado. 
Se levantó tambaleante al baño, se limpió cuidadosamente con agua tibia soportando el contacto, y cuando comenzaba a abrir el ojo sano con dificultad, lo sobresaltó la bocina de un coche en la calle. Miró hacia la noche rotunda detrás de la ventana, pero no vio nada.  Al volver la cabeza hacia el espejo, descubrió que un sol negro ocupaba el lugar  de su ojo izquierdo. 
El sol negro del dibujo de María Luz.  

© Laura Lahera

Lecturas de Mayo

Su madre le había avisado que leer podía ser peligroso. Sin embargo, Matilde leyó sin respiro desde pequeña. Los cuentos de hadas y de aventuras le adornaron la infancia con tesoros, piratas y princesas dormidas; y en la adolescencia no se perdió ni un solo poema de amor.
Después de casada, se tentó con la aparición del último libro de Simone de Beauvoir. Cierta mañana Pedro se puso pálido al descubrir el título sobre la mesilla de noche, pero enseguida pensó en otra cosa y se fue a trabajar confiado.
El cambio no fue repentino sino por capítulo. Después del primero, no pudo calzarse los zapatos. Al terminar el segundo rompió torpemente la mampara de la bañera con los senos, intentando salir. 
A pesar de los cambios, siguió leyendo hasta que su cama le quedó pequeña. Cuando terminó “El segundo sexo” Matilde ya no pasaba por la puerta del dormitorio y, desde el enorme colchón hecho a medida que habían instalado en el living, empezó a llamar “Pedrito” a su marido Pedro.   

© Laura Lahera

martes, 5 de octubre de 2010

La visita, de Elena Casero

Dese prisa, dijo Eulogio, y no me aburra con su cháchara otra vez.
En las cuencas oscuras de la muerte, Eulogio creyó percibir un vacío de desolación mucho más hondo que en anteriores ocasiones.
Por favor, no sea usted cruel conmigo.
Eulogio estalló en una carcajada. ¿Cruel? Lleva usted quince años viniendo por mi casa para contarme sus penas y hastiarme con su soledad ¿No le parece eso más cruel?
La muerte, con la cabeza gacha y arrastrando la guadaña, abandonó la habitación.


(C) Elena Casero

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Tres de Daniel Sánchez Bonet

PESADILLA
Estás con ella en la cama, a solas, y con la luz apagada. La abrazas, la aprietas con pasión, le susurras cosas, la acaricias, le das la vuelta y sigues besándola hasta que por fin, la vuelves a colocar en su sitio, bajo tu cabeza.
(C) Daniel Sánchez Bonet

PRECAUCIONES
Leocadio es uno de esos tipos precavidos que antes de tocar nada, se sienta en una silla, desenvuelve con mimo el manual de instrucciones y termina por leérselo. Así, de cabo a rabo: con puntos y comas.
De momento, no le va nada mal. Lleva más de 30 años con su mujer.
(C) Daniel Sánchez Bonet



REMEDIOS
Remedios ya no aguantaba más. Había probado todo tipo de tratamientos y brebajes para que su marido dejara de roncar por las noches, pero no había nada que hacer: ninguno funcionó. Tampoco sirvieron de nada las indicaciones del otorrinolaringólogo y además, Remedios se resistía a costearse una operación de cirugía para su marido. Al final, se decidió por el método más manual y casero que conocía y un silencio sepulcral invadió su casa para siempre.

(C) Daniel Sánchez Bonet

(El autor maniente un excelente blog sobre el género, que conviene visitar:

sábado, 18 de septiembre de 2010

Dos súper cortos de Sylvia Navone

Infidelidad

Porque el tamaño sií que importa, decidió el horno cambiar de enchufe.

© Sylvia Navone


Insomnio

Era tan curioso e insomne que había tomado la costumbre de meterse en los sueños de los vecinos.

© Sylvia Navone

Reunificación familiar, de Sylvia Navone

La niña se divierte pintando círculos que podrían ser una tetera vista desde abajo o la tierra vista desde lejos.
Un día, sin avisar, uno de ellos se descuelga del cuaderno, baja del escritorio pupitre y sale rodando. Primero recorre por el pasillo de casa, luego llega al balcón, se cuela por los barrotes de la terraza y cae a la calle entreverándose con los coches que circulan. 
Sólo entonces se siente acompañado, el círculo. Casi como en familia.

© Sylvia Navone

La felicidad, de Sylvia Navone

La felicidad es un papá que lleva de la mano a su hija. Son esas manos anudadas como vasos comunicantes. La de ella, infantil y más pequeña de dedos perfectos que encuentra cabida en la del padre, más adulta y por tanto más grande como cuando tú me habitas y me haces florecer entre tus brazos. La felicidad de la niña, el abriguito rosa, los leotardos blancos, el zapato plano, el paso alegre y ligero. Él sale del trabajo, ella vino a buscarlo. Mi mirada los persigue desde el atasco del coche. Van juntos a comer un helado. Eso es la felicidad. 

© Sylvia Navone

Un hombre y una mujer, de Sylvia Navone

Caminan el uno hacia el otro al mediodía, que es cuando el sol más fuerte pega. Llevan gafas de sol y aún no se han reconocido. 
A él le llama la atención el color de miel oscura que tienen las piernas de ella mientras que ella le mira la entrepierna y se pierde en conjeturas. Entonces él la compara con una carretera de montaña llena de curvas peligrosas y ella se imagina asida al mástil de él, erguido en un mar de tormenta. Y mientras que él empieza a imaginar los pechos de ella, duros como piedras, rebotando sobre su torso y como si las burbujas en las que ambos se han convertido explotasen, pinchadas por el repentino destello de realidad hecho de  alfileres, cruzan unas palabras:
-¿Le pusiste la mortadela en la merienda al niño?


© Sylvia Navone

Tres de Mayte Blazquez Muñoz

Mujeres que corren con lobos


Caperucita llega a casa de su abuelita. Enciende el DVD. En la pantalla, los tres cerditos bailan claqué con Blancanieves mientras el príncipe azul espía detrás de la cortina y se hace una paja.
Fundido en negro

© Mayte Blazquez Muñoz




El enfermo descansa tendido en la cama del hospital cuando llega el médico con el parte de alta, gruñe un discurso ininteligible, estampa un garabato en la esquina derecha del último folio y se marcha.
La enfermera le quita el collarín, la vía para el suero y el respirador.
"Ya puede volver a casa" -dice sonriendo forzosamente-.
Se incorpora lentamente hasta quedar sentado en la cama. Con los pies descalzos, que cuelgan, dibuja espirales en el aire. Pide una cuchilla de afeitar y espuma en gel de la marca Gillette.
Cuando la enfermera regresa, el enfermo le guiña un ojo y se dirige hacia el baño.
"En diez minutos le mando un celador para que le acompañe hasta la salida", oye mientras se hace dos ligeros cortes en cada muñeca-.
A la enfermera la trasladan a Psiquiatría y él necesita tiempo para enamorarla.


© Mayte Blazquez Muñoz




Política de empresa


Frotó la lámpara y apareció una rubia de piernas y pechos descomunales. 
Oliverio se sintió afortunado. Era el único humano al que un genio le iba a conceder más de tres deseos.


© Mayte Blazquez Muñoz

jueves, 16 de septiembre de 2010

Dos híper breves, de Puri Gómez

Me ha dicho Elvis que le lleve el traje al tinte: nadie le hace un ticket con un domicilio incorrecto. 
© Puri Gómez
·
Ha bastado un solo segundo para que me caiga el tiempo encima. Tengo que llevar a Big Ben al dentista. 
© Puri Gómez

Asiento 15-V, de Puri Gómez

Corre como loca para llegar puntual. Divisa su mostrador entre una cola infinita de gente que se agolpa para facturar los equipajes. Se ahoga. Odia volar y sólo quiere subir a ese estúpido trasto, tomarse sus pastillas y dormir. 
No quiere mirar atrás, ha sido una estatua de sal durante los últimos cinco años, pero la sensación del soplo en la nuca le hace estremecerse. 
Asiento15-V. No desea ver paisajes que van creando una maqueta de colores, ni  nubes desperezando ilusiones. Cierra la ventanilla y despegan. 
No se siente cansada, sólo rota. Se apagan las luces. Le escuecen los ojos, respira, alguien le ofrece una botella de agua y sin mirar bebe a sorbos pequeños aprovechando para ingerir su Lexatil. Un vuelo ligero, un sueño profundo, una mano que se desliza con pericia hacia su estómago, un pinchazo eficaz, un hilo de sangre que le recorre las piernas. Él la ha encontrado. Sin inmutarse, mirándola con satisfacción, se aleja sin prisas hacia la cabina. 
Ella ha llegado a su destino. 

© Puri Gómez

El tute. de Laura Sánchez González

Mi madre siempre dijo que debía ser servicial con mi marido, y yo, que soy buena moza, me debo a mis obligaciones. Le lavo y plancho la ropa, y le cocino un plato de cuchara al mediodía y otro de cuchillo a la noche. Limpio y arreglo la casa, y le dejo el pijama y las zapatillas al lado de la cama. Algunos días no viene para la hora de la cena, pero yo lo espero complaciente. Seguramente está por ahí con alguna chiquilla, y a veces se las lleva a la casa de campo. Y mira que le digo que para charlar un rato no hace falta ir a ese caserón frío y húmedo, donde apenas hay una cama y un par de sillas. Pero él me dice que para enseñarlas a jugar al tute, es mejor estar en silencio y lejos del jaleo del pueblo. Sé que tiene razón, porque es un juego demasiado difícil para una chiquilla sin estudios. Cuando regresa de madrugada, la comida ya está fría y su aliento huele a coño. Pero mi madre siempre dijo que debía ser servicial, y yo, que soy buena moza, me debo a mis obligaciones.


© Laura Sánchez González

viernes, 10 de septiembre de 2010

Dos de María dolores Cano

Canción infantil

Tenía apenas 8 años. Recuerdo un padre rígido que solo me hablaba para regañarme y una madre haciendo punto junto a la ventana que daba al jardín. Y a mi gato, lo que más quería en el mundo.  Le encantaba que le cantara “Era un gato grande que hacía ron, ron…”. Se quedaba dormido ronroneando.
La mañana  en que oí gritos y  corridas por mi casa, y el médico haciéndome preguntas raras en vez de consolarme por la muerte de mi gato, supe que lo había perdido todo. Me subieron a una especie de camión blanco unos señores también con ropa blanca. 
Mi padre había tirado a mi gato por la ventana. Yo sólo me vengué. Estaba gracioso con las agujas de hacer punto de mi madre clavadas en los ojos. ¿Por qué se armaría tanto revuelo?
© María Dolores Cano Menárguez

El libro

Elegí al azar un libro cualquiera de la biblioteca. El fin de semana se presentaba aburrido y me apetecía leer. Recogí mi tarjeta de socia a la salida y tomé rumbo a casa.
Cuando ya había terminado con todo, me hice un café, puse música relajante y abrí el libro. No era gran cosa, pero estaba entretenido. El timbre del teléfono me sobresaltó y perdí la página que estaba leyendo, pero como tengo buena memoria para los números, la encontré de inmediato. 
“Que extraño” pensé. “Juraría que no empezaba así”. No le dí importancia hasta que, cuando había leído más de la mitad del libro, recordé el incidente y volví a esa página. No podía ser: ahora decía otra cosa. Pensé que me estaba volviendo loca y lo cerré. No había pasado media hora cuando la curiosidad pudo conmigo y volví a abrirlo. ¡Dios Mío, la frase cambiaba cada vez que la leía!  Era como si el libro tuviera vida propia. Caí en la cuenta que en cada ocasión, decía lo que en ese momento necesitaba oír.
Se convirtió en mi mejor consejero. 
Por descontado no lo devolví, y no me importó la sanción.
© María Dolores Cano Menárguez

Por fin yo

Era el hombre ideal. Atento, cariñoso, culto, un gran amante. Yo estaba locamente enamorada de él. Incluso respirar me costaba si no le tenía a mi lado.
Fue una suerte que a mi marido le diagnosticaran una depresión con tendencias suicidas. 
Una escueta nota a máquina, una firma bien imitada, y un bote de sus pastillas en la mesilla.
Por fin era libre para amar con intensidad.

(C) María Dolores Cano Menárguez

Cuatro de Elena Casero

El mechero

Al abrir los ojos se preguntó quién habría puesto un mechero en su bolsillo. Lo encendió y comprobó que le resultaba imposible alzar la tapa del ataúd.
© Elena Casero



Anís del mono
Hizo una cabaña con el cartón. Del techo colgó tres bolas verdes medio rotas que encontró en un contenedor. Se arrebujó en el abrigo usado que le había dado un transeúnte sensibilizado por el espíritu navideño. Abrió la botella de anís y entonó villancicos acompañándose con el riqui-raca del cristal, entre trago y trago, mientras el mono danzaba.
© Elena Casero



Pésame
La anciana lloraba sentada en un banco del cementerio ante una tumba olvidada recubierta de maleza. Se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de tela y se movía espasmódicamente al ritmo de sus hipidos. En su regazo mantenía un bolso negro fuertemente apretado. Una chica, que llevaba un ramo de flores en la mano, se acercó a ella.
— ¿Se encuentra bien?
La mujer, sin levantar la cabeza, respondió que no.
— ¿Le puedo ayudar? 
La mujer profirió un largo hipido.
— Es muy dura la muerte de los seres queridos — añadió la chica.
— No es eso, hija, no es eso, es que me acaban de robar.
La chica dejó el ramo de flores en un extremo del banco, y se sentó junto a ella.
— Lo siento. Hay mucha gente desalmada por el mundo. Dígame ¿Le han robado mucho?
— Casi todo lo que llevaba. Sólo me han dejado esta pulsera de oro y el dinero que llevo siempre escondido en el bolso.
La chica, entonces, sacó una navaja del bolsillo.

© Elena Casero



Marco Antonio

— ¡Marco Antonio! ¡Julio César!
Ni puto caso, como todos los días. Ya volverán. Que corran, ahora que pueden. 
Otro fin de semana. Repetición de los anteriores. Otro fin de semana repetido. Con lo a gusto que estaría ahora navegando. Y después, comida en el Náutico.  Eso era antes de la maldita crisis. Ahora leo poesía. Nunca había leído tanto y menos aún poemas. Toda la vida  entre números.
— ¡Julio César! ¡Marco Antonio! 
Hora de entrar. Le diré al alcaide que vaya mierda de nombre le ha puesto a sus perros.

© Elena Casero

lunes, 6 de septiembre de 2010

Puñaditos de arena

(Uno de mis ejercicios favoritos en los talleres de minificción es proponer la escritura de un microrrelato a partir de una foto, que pueda entenderse SIN  ver la foto. Estos son algunos de los espléndidos resultados)


La casa

Le costó mucho construir su casa. No hubo arquitecto, ni aparejador ni albañiles. La hizo con sus propias manos, como había sido su sueño desde niño. No tenía casi muebles, pero no los necesitaba. Era su hogar, el soñado, en la playa, en primera línea.
Solo había un problema: las mareas, que le obligaban a construirla una y otra vez, pues la casa de sus sueños estaba hecha de arena

© María Dolores Cano Menárguez





De paso
Ernest no había encontrado alojamiento disponible en Sandhill y en ese momento no disponía de posibles aparte sus escasas pertenencias ya que aún le faltaban tres días para cobrar el subsidio. Sin amigos ni conocidos allí, se propuso no pasar ese día sin al menos la sensación de hogar a la que tan acostumbrado había estado antaño, para lo cual se propuso fabricarse en la playa un tresillo y una mesita de centro con arena y la ayuda de una tablita que había encontrado en un contenedor cercano. Tal fue su afán que en poco más de dos horas ya los tenía perfectamente confeccionados y con todos sus detalles. Colocó sobre la mesita el móvil, unos velones que consiguió en un bazar cercano y su sempiterno paquete de Lucky Strike.
Sólo pensaba en que a la mañana siguiente, cuando la marea se hubiese llevado todos esos muebles, nada podría arrebatarle el recuerdo de ese improvisado salón al raso, fruto de sus propias manos.

© Antonio Alfeca



Arena. Castles in the air. Me sacaste de casa de mis padres, de mi grupo de amigas y amigos. De los desternillantes juegos con mi hermana pequeña. Yo era casi una niña aún. Me prometiste el reino de oros que una princesa como yo merecía. Lujos, viajes, placeres, albas de diamantes y ocasos de esmeraldas. Empezaríamos en un apartamento modesto, dijiste, como transitorio punto de partida hacia el paraíso. Una habitación pequeña, una alcoba angosta, la cama pegada a la pared, “¡¡mejor, para estar más juntitos!!” y ducha no, bañera, “porque somos ecológicos, ¿no, cielito lindo?. Calefacción… ¡casi que no nos va a hacer falta, con lo fogosos y sanotes que somos nosotros, pichurri mía!"
Ikea mola. Ambientazo. No, los montamos nosotros porque es un ejercicio psicomotor excelente. ¿Estarás en casa para cuando lleguen los muebles, cielo?
De momento sólo tenemos un tresillo, un cojincito y una mesita delante. Él, que es muy detallista, ha colocado encima una flor de plástico, su tabaco, gracias, un mechero, un cenicero y el mando a distancia.
Sé que soy feliz, pero mis padres y amigos, que son unos plastas, se empeñan en criticar mis hipotéticas ojeras, mi supuesta pérdida de peso y comentan, agrios, que ya no se me ve el pelo por el taller de poesía. ¡Pero qué sabrán ellos! Qué mala es la envidia.

(De repente ella se da cuenta de que todo es de arena y de que sube la marea).

© Malicia Cool XX



El perfecto seductor

Cada semana una víctima distinta. Primero, el contacto visual. Después, la seducción 
mediante el lenguaje. Al final, siempre se las llevaba a algún rincón íntimo de la playa 
donde se consumaba el crimen. Nada se sabía del sugerente psicópata porque nunca 
dejaba huellas, y esto era así porque cada día creaba un escenario nuevo para cada 
víctima, y lo volvía a deshacer una vez terminado el acto. La arena era el único testigo.
© Laura Sánchez González



Síndrome de Stendhal
Llegó un par de minutos antes al local y observó con atención la escena. 
El cojín estratégicamente colocado en una esquina del sofá. Velas y flores del Todo a cien. La luna llena, desafiante, reflejada en el mármol impoluto de la mesa. Aroma a incienso. Un tango en la gramola. Y gomina, mucha gomina, en su pelo.
Le llamó más tarde para cancelar la cita. Aquella noche ella no había conjuntado su ropa interior.


© Mayte La La La


Grano a grano

Mi amigo Fran es un escultor especial: todos los años viaja a la misma playa y se pasa los días dando forma a la arena,  arropado por veraneantes curiosos. 
Hace dos meses que su novia le dejó. Me llamó esa misma noche: habían quedado en su casa y él preparó una escena romántica con velitas y todo. Se sentaron en el sofá y ella le confesó que ya no lo quería. Quedó destrozado. Desde entonces, Fran solo esculpe aquella escena, en la que su ex ya no aparece. Intenta hacernos creer que la ha olvidado. 

© Jonatan Sánchez Martín


viernes, 3 de septiembre de 2010

Ligar, en todos los sentidos

4. Unir o enlazar

Patricia miró a Marta, perdida en el espejo detrás de la barra y atenta sólo al margarita que el barman le cambiaba. Así, su amiga no conseguiría un ligue para aliviar la ruptura reciente. Sonrió. Ella, buscándole un ligue a Marta, a quien los hombres seguían como moscas. Patricia, en cambio, siempre tuvo que caer y levantarse, explotar sus armas y adquirir puntería. Volvió a mirar y el hombre seguía allí. No era candidato a una estatua pero era atractivo. Tenía boca de hacer reír y a Marta le hacía falta reír. Y no dejaba de mirar a Marta en el espejo, aunque ella sólo tenía ojos para el margarita y las manos del barman cuando lo reemplazaban. Hoyuelos en las comisuras de la boca, tal vez, manos grandes y fuertes, cierto desaliño. Y no dejaba de buscar los ojos de Marta. Las hay con suerte, se dijo Patricia y decidió huir hacia el baño para que el hombre diera por fin el paso. Se sobresaltó cuando al girar lo vio frente a ella, con hoyuelos, sí, mientras decía que no había podido evitar mirarla en el espejo y que si podían tomar algo juntos, y Patricia no sabía qué decir porque en ese momento Marta le preguntaba al barman que a qué hora salía y él le contestaba que cuando ella acabara su copa.

(C) Carlos Salem, "Yo también puedo escribir una jodida historia de amor", Ediciones Escalera.

Dos experimentales, de Malicia Cool XX


uno:

la rosa de arena que miraba al viandante embarazado no comprendía cómo había ido a parar allí, pero se acordaba de que sus primas mariluz y helena a veces jugaban al caer la tarde en una plazoleta llena de aparatos de gimnasia para los mayores y una pequeña fuente que, te pusieras donde te pusieras, siempre te daba en toda la cara cuando la accionabas.


dos:

una cabina lapizlázuli dorada iridiscente rascándose la barriga azul claro navega por un estuario fértil de pescados rielando el pimentón del bacalao de ojos blancos viscosos y sedientos de conocimiento cósmico en busca de un electrón rebelde y hasta averiado.

(C) Malicia Cool XX

jueves, 2 de septiembre de 2010

Ligar, en todos los sentidos (III)

3. Mezclar otra porción de metal con oro o con plata cuando se bate moneda o se fabrican alhajas

Londres le parecía menos ajeno. Él la había llamado. Invitación abierta a la noche y una pata de conejo en el bolso. Laura había cruzado el Canal huyendo de una mala suerte que se le coló en la maleta. Él llegó puntual y ella esperaba el defecto. Podría ser un cabrón o un egoísta. Algo tenía que fallar. Y supo lo que era cuando su estómago, tirano, se declaró a punto de abdicar. Le dejó el bolso en plena calle y corrió hasta un pub para saltar hacia el servicio. Maldecía su suerte cuando se apagó la luz y la puerta del baño se trabó electrónicamente y nadie oía sus gritos en el pub cerrado. Lloró. Tras el desconcierto, la duda, y la espera en la calle desierta, él se habría marchado suponiéndola loca o algo peor. O habría revisado el bolso, acudido a la policía, a los hospitales, antes de rendirse. En todo caso la habría dejado fuera de su vida. Apenas se conocían. Imaginó la noche perdida y lloró otra vez. Al fin se durmió en ese sótano oscuro. La despertó la mujer de la limpieza y Laura subió las escaleras corriendo para evitar la vergüenza.
Al llegar arriba lo vio, sentado en una mesa. Tenía cara de fatiga y sonreía mientras le mostraba la pata de conejo.



© Carlos Salem, “Yo también puedo escribir una jodida historia de amor”, Ediciones Escalera


Patrulla de rescate, de Pedro Avilés

 Eva consiguió  pulsar el botón de alarma del móvil a duras penas.
— Mírame —dijo él.
Silencio.
— Que me mires, joder.
Silencio.
— ¡Mírame, coño!
Silencio.
El camión de la basura, a las dos, puntual, carraspeó cansino en la madrugada triste del barrio popular. La luz de la farola de enfrente,  intermitente, titilante, aliada del frio, penetrando los vidrios rotos de la ventana de la cocina, iluminaba el sombrío rostro del hombre.
Estarían al llegar.
 — No me hagas esto.
Silencio.
— ¡¡Que me mires, hostia!!
Qué miedo.
Eva obedeció. Levantó la vista desde el suelo hasta la cara congestionada de él.
El cuchillo en la encimera.
Llegarían a tiempo.
— No me hagas caso, mi amor —cambió él de registro, una mano levantada hacia el rostro de ella en ademán de caricia inconclusa—. Voy a cambiar.  Te lo juro.
Silencio.
— ¡Mírame a la cara!
Ya vendrían de camino, raudos a salvarla.
— ¿Qué tienes escondido en la mano,  so puta?
Eva escondió el móvil.
Tenían que estar en el portal; ya subían, seguro.
— ¡¡Les has llamado, cagondiós!! —repitió él, cuchillo en mano.
Llegaron a las siete. La sangre coagulada de Eva irisaba el linóleo del piso de la cocina cuando entraron.
Ya no respiraba.

© Pedro Avilés 2009


(Pedro Aviles escribe novela negra y no podía ser de otro modo: trabajó durante tres años en El Caso durante tres años y siete en la revista Interviú llevando los sucesos,  y tres  más en  un  programa matinal de Telecinco,  llevando una sección de crímenes sin resolver. Y eso marca, aunque enseña a contar, desde cerca, el lado más duro de la vida )

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Ligar, en todos los sentidos

2. Alear. (Del lat. Alligare) Producir una aleación, fundiendo sus componentes

Se miraron e hicieron como que no se veían. Él sintió una punzada y ella parpadeó tres veces y se enderezó en la silla. Nada más. La vida siguió pero algo flotaba y lo sabían. Hablaban como por casualidad, manteniendo las formas. Ella le envío una señal pero sin usar la sonrisa y a él, entre otras cosas, lo que le gustaba era su sonrisa. No respondió. Pero procuró cruzarse con ella con más frecuencia. Nada más. Ella desplegaba el mejor de sus encantos, el carácter. Y él optaba por no mostrarse mucho para que el deseo no sobresaliera, y en la superficie había calma aunque debajo hervía la tormenta. ¿Quién empezó? Cada uno a su manera, desafíos discretos, perfiles, llamadas. Nada más. Podía quedar en eso y lo sabían. ¿Quién dio el primer paso? Fueron dos y los llevaron a desatar los nudos en e-mails tórridos o sugerentes, y ya sin nudos se enfrentaron una tarde y dejaron de preguntarse quién cazaba a quién y disfrutaron de la caza y de la presa, se dieron lo prometido y lo que las intuiciones no se atrevieron a vaticinar. Y se lo siguen dando cuando pueden. Nada más.


© Carlos Salem,  “Yo también puedo escribir una jodida historia de amor” , Ediciones Escalera