Lo despertó su propio grito y no pudo abrir los ojos. Una araña de terminales nerviosas le abrazaba el ojo izquierdo y al tocarse la cara sus manos palparon una orografía de bolas irregulares.
¿Cuánto tiempo llevaba en esa ola de dolor? Será una conjuntivitis, se dijo, seguramente provocada por alguna minúscula bacteria homicida. Recordó el viaje en avión del fin de semana anterior. Claro, en esos viajes uno siempre atrapa cualquier peste. Sentía el calor doloroso de indescifrables fluidos que se movían por debajo del iris de su ojo izquierdo, y no logró llorar, no tenía lágrimas.
Escuchó la voz distante de María Luz, su hijastra, y recordó el extraño dibujo del muñeco con el sol negro que le había traído de la escuela; “Lo hice especialmente para ti”, le había dicho. Se sintió culpable de haber pensado que no lo aceptaba en la casa, y sobre todo, de haberla retado por frecuentar al hijo de un policía de quien se decía en el barrio que guardaba un arsenal en su casa. ¡Qué bestia eres, hombre! Si sólo son niños que juegan, se dijo.
Otro relámpago de dolor le atravesó la cara. ¡No puede ser que me pase esto precisamente ahora, que salimos de vacaciones con Renata los dos solos!, pensó. La niña se quedaría con su padre, ya era hora de que pudieran tener un poco de intimidad.
Volvió a pensar en su ojo izquierdo, normalmente dura unos tres o cuatro días, si fuera al médico enseguida, tal vez estaría bien para el sábado.
Se levantó tambaleante al baño, se limpió cuidadosamente con agua tibia soportando el contacto, y cuando comenzaba a abrir el ojo sano con dificultad, lo sobresaltó la bocina de un coche en la calle. Miró hacia la noche rotunda detrás de la ventana, pero no vio nada. Al volver la cabeza hacia el espejo, descubrió que un sol negro ocupaba el lugar de su ojo izquierdo.
El sol negro del dibujo de María Luz.
© Laura Lahera