El mechero
Al abrir los ojos se preguntó quién habría puesto un mechero en su bolsillo. Lo encendió y comprobó que le resultaba imposible alzar la tapa del ataúd.
© Elena Casero
Anís del mono
Hizo una cabaña con el cartón. Del techo colgó tres bolas verdes medio rotas que encontró en un contenedor. Se arrebujó en el abrigo usado que le había dado un transeúnte sensibilizado por el espíritu navideño. Abrió la botella de anís y entonó villancicos acompañándose con el riqui-raca del cristal, entre trago y trago, mientras el mono danzaba.
© Elena Casero
Pésame
La anciana lloraba sentada en un banco del cementerio ante una tumba olvidada recubierta de maleza. Se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de tela y se movía espasmódicamente al ritmo de sus hipidos. En su regazo mantenía un bolso negro fuertemente apretado. Una chica, que llevaba un ramo de flores en la mano, se acercó a ella.
— ¿Se encuentra bien?
La mujer, sin levantar la cabeza, respondió que no.
— ¿Le puedo ayudar?
La mujer profirió un largo hipido.
— Es muy dura la muerte de los seres queridos — añadió la chica.
— No es eso, hija, no es eso, es que me acaban de robar.
La chica dejó el ramo de flores en un extremo del banco, y se sentó junto a ella.
— Lo siento. Hay mucha gente desalmada por el mundo. Dígame ¿Le han robado mucho?
— Casi todo lo que llevaba. Sólo me han dejado esta pulsera de oro y el dinero que llevo siempre escondido en el bolso.
La chica, entonces, sacó una navaja del bolsillo.
© Elena Casero
Marco Antonio
— ¡Marco Antonio! ¡Julio César!
Ni puto caso, como todos los días. Ya volverán. Que corran, ahora que pueden.
Otro fin de semana. Repetición de los anteriores. Otro fin de semana repetido. Con lo a gusto que estaría ahora navegando. Y después, comida en el Náutico. Eso era antes de la maldita crisis. Ahora leo poesía. Nunca había leído tanto y menos aún poemas. Toda la vida entre números.
— ¡Julio César! ¡Marco Antonio!
Hora de entrar. Le diré al alcaide que vaya mierda de nombre le ha puesto a sus perros.
© Elena Casero