lunes, 30 de agosto de 2010

El gran hombre

Cuando Napoleón llegó al poder,  respiró profundamente, se sentó en su sillón favorito, y cerrando los ojos, comenzó a recordar. Desde niño había tenido esa seguridad. Algún día llegaría a ser emperador. No rey, ese título le quedaba corto. Ahora sonreía pensando lo que dirían sus compañeros, los que se reían de él llamándole bajito.Tendrían que arrodillarse y rendirle pleitesía, y serían ellos los bajitos ante su grandeza. Sobre todo esa niña mellada de la que no había podido olvidar el nombre: Desirée. Ella sería la primera. La llamaría para que fuera doncella a su servicio y hacerle sentir todo el peso de la humillación.
El día que se presentó una bellísima mujer de pelo rojizo y ojos de un azul sólo comparable a los del mar que tanto añoraba, entendió el por qué de su nombre: Desirée (deseo). Se prendió en sus ojos  y  supo que sería su esclavo.


© María Dolores Cano Menárguez





Cenicienta

Ahora todo parecía un sueño, más bien una pesadilla de las que nos despiertan regadas de sudor en mitad de la noche y nos impiden reconciliar de nuevo el sueño. Miró al otro lado del lecho, y ahí estaba: su príncipe adorado. Lo tocó suavemente y se pellizcó para comprobar que era real. 
Tantos años de sufrimiento, lágrimas, humillaciones… Pero ahí estaba al fin. Lo había conseguido.
Lo que le había costado fingir su bondad todo ese tiempo, pero por lo que se veía era una gran actriz, para engañar incluso a esa ilusa de hada madrina. Sonriendo feliz, se recostó de nuevo.

© María Dolores Cano Menárguez

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